16/10/2025
Mi mamá, al regresar del trabajo, nunca se iba directo a la cocina a rallar papas para hacer tortitas ni a almidonar las sábanas.
Primero se dejaba caer en el sillón, cerraba los ojos y se regalaba veinte minutos de siesta. Solo después de eso empezaba con las tareas de la casa.
Siempre trataba de enseñarme a no ser tan terca, diciéndome que después de la escuela era mejor jugar a “despacio que voy de prisa” que clavarme de inmediato en senos y cosenos.
Pero conmigo no funcionaba. Yo pensaba que descansar era para los débiles, y que quien tiene metas debe trabajar sin parar, de día y de noche.
Mi amiga lleva diez años sin tomar vacaciones. Diez años sin nadar en el mar, ni en el Caribe ni en el Mediterráneo, sin subirse a un cerro como el Popocatépetl o el Iztaccíhuatl, sin caminar por calles como las de Guanajuato o Oaxaca, ni asomarse a un río en Chiapas. Duerme apenas cinco horas, sigue trepando en su carrera y está convencida: si te detienes, pierdes años. Pero el cuerpo cobra factura: la vista se le cansó, los nervios están al límite y el corazón ya no responde igual.
Yo también quería ser como ella… hasta que descubrí la ley de la posición neutral. Es sencilla, como el teorema de Pitágoras:
para cambiar de rumbo en la vida, tienes que hacer una pausa. Respirar. Tomarte un respiro, secarte el sudor, comerte una lasaña, pintarte los labios. Revisar si aún tienes gasolina en tu propio “tanque de energía”, porque si no, te vas a quedar tirado a mitad del camino.
No puedes dar una curva cerrada a toda velocidad. No puedes salir de un bosque sin detenerte a ver dónde está el norte y dónde el sur. Tampoco se pueden aprender seis materias seguidas sin un recreo.
La pausa es necesaria siempre: antes de lanzarte al agua, antes de un acorde final en Beethoven o de una nota alta en un bolero, antes de salir al escenario, de empezar una nueva relación, de soltar una mentira… o de decir la verdad.
Nos detenemos en Navidad, ante el rojo de un semáforo. Un patinador, antes del triple salto. Un ajedrecista, antes de mover su pieza. Y si ignoramos esas pausas y seguimos corriendo a doscientos por hora, tarde o temprano serán las circunstancias las que nos frenen: una enfermedad, un choque, un incendio o cualquier catástrofe.
El mundo vive en ritmos: el día sigue a la noche, el invierno al verano, inhalar al exhalar. Incluso en las fiestas, las canciones rápidas se alternan con las lentas, y hasta las máquinas del gym necesitan “mantenimiento”.
Tenía razón aquel sabio que dijo: en la vida deben existir momentos donde no pasa nada. Solo estar ahí, sentados, mirando el mundo. Y dejar que, en ese instante, el mundo nos mire a nosotros.