17/11/2025
Todos como papás experimentamos está etapa. Aprendamos junto con nuestros hijos esta etapa en el desarrollo de los peques.
“Antes comía de todo… ahora no quiere nada”
Hace unos meses, tu bebé se sentaba en su silla feliz, abría la boca y se devoraba el brócoli, el aguacate y hasta el pescado.
Tenías fotos de esas comidas —manitas embarradas de verde, cara llena de papilla— que mostraban lo bien que lo habías hecho.
Te decías a ti misma: “mi hijo no será de esos que no comen”.
Pero un día, sin previo aviso, todo cambió.
El mismo niño que antes disfrutaba probar de todo ahora solo quiere pan, pasta o plátano.
Ya no acepta “comidita”, ni verduras, ni nada que toque el plato si no es del color beige.
Y tú, entre frustrada y confundida, piensas:
“¿Qué pasó? ¿Hice algo mal? ¿Se echó a perder todo lo que habíamos avanzado?”
No, no hiciste nada mal.
Lo que estás viendo es una etapa normal del desarrollo, tan esperada como el gateo o las primeras palabras.
Te cuento lo que realmente está pasando:
1. Su cuerpo cambió, y su hambre también
Durante el primer año de vida, el crecimiento es vertiginoso: el bebé duplica o triplica su peso. Por eso come con ganas. Pero después del año, la tasa de crecimiento se desacelera, y con ella disminuye el gasto energético.
El cuerpo ya no necesita tanto, y el apetito se ajusta.
No es que “coma menos porque algo va mal”, sino porque su cuerpo está entrando a una nueva etapa de equilibrio.
2. Su apetito va y viene
Hay días que come todo, y días que parece vivir del aire.
Y eso, aunque angustie, es normal.
El hambre en los niños no es lineal, fluctúa con el crecimiento, el sueño, el movimiento y hasta con los dientes que salen.
A veces comen poco porque están explorando el mundo, no porque estén enfermos o malcriados.
El cuerpo infantil sabe autorregularse; lo que necesita es que los adultos aprendamos a confiar en él.
3. El asco es real, no es drama
Alrededor de los 18 meses, los sentidos del gusto y del olfato se agudizan.
El cerebro se vuelve más selectivo: empieza a identificar sabores amargos o texturas “sospechosas” como posibles señales de peligro.
Es un mecanismo de protección evolutiva, una forma primitiva de evitar el veneno.
Por eso el mismo niño que antes comía de todo ahora “se asquea” con olores o texturas nuevas.
Tu hijo no está “haciendo berrinche”.
Está aprendiendo a sobrevivir.
4. Lo verde y amargo se asocia al peligro (en su biología)
En la naturaleza, los tonos verdes intensos y sabores amargos se vinculan con sustancias tóxicas.
Por eso muchos niños atraviesan una fase de rechazo a lo verde, al brócoli, las espinacas o los chayotes.
No es un gusto adquirido todavía, y lo perderá con el tiempo si tú sigues ofreciendo sin presionar.
La exposición constante, sin lucha, es lo que enseña al cerebro que esos alimentos son seguros.
5. Su cerebro pide energía rápida
El estómago de un niño pequeño es diminuto —del tamaño de su puño— pero su cerebro está en pleno desarrollo.
Y el cerebro funciona con glucosa, su principal combustible.
Por eso prefieren pan, arroz, pasta o plátano: carbohidratos que les dan energía con poco volumen.
No están “viciados”, están respondiendo a una necesidad biológica.
6. Comer bajo presión es comer peor
Cada vez que le ruegas “una cucharadita más”, le cantas, lo distraes con la tablet o lo amenazas con el postre, su cerebro interpreta la hora de comer como un campo de batalla.
Y en el campo de batalla, nadie disfruta ni aprende.
El estrés bloquea el apetito.
El niño deja de escuchar sus señales internas, y come menos y peor.
No necesita más insistencia, necesita más paz.
7. No hay problema que resolver
La selectividad alimentaria entre los 2 y 5 años no es una falla, es una fase.
Forma parte del proceso en que el niño aprende a confiar en sus sentidos, en su cuerpo y en ti.
La mayoría retoma una alimentación variada si se mantiene un ambiente relajado, sin presión y con ejemplo familiar.
Entonces… ¿qué hacer?
Deja de luchar para que coma.
Empieza a disfrutar las comidas con él.
Siéntense juntos, sin pantallas, con el mismo menú familiar.
No midas cuánto come, sino cómo vive la experiencia de comer.
El objetivo no es que tu hijo coma “mucho”,
sino que aprenda a comer bien, sin miedo, sin presión y con placer.
Recuerda:
Si mantiene su curva de crecimiento, está activo y feliz, no hay motivo de alarma.
Pero si notas pérdida de peso, fatiga o rechazo severo a grupos enteros de alimentos, consulta con tu pediatra o nutriólogo infantil.