11/10/2025
Hoy 10 de Octubre es el día de la Salud Mental y comparto esta pequeña historia.
Y les invito a buscar apoyo en profesionales, escuchar y no solo oír, a observar y no solo ver…
Las conductas de nuestros hijos, son síntomas de algo dentro de ellos, la depresión en niños y adolescentes no siempre se manifiesta con la típica tristeza, ellos la manifiestan con mal humor, cambios en sus hábitos como el comer y dormir, el aislamiento, etc.
Seamos más abiertos a buscar alternativas en salud mental, ir al psicólogo no es para locos, es para personas valientes que quieren cambiar y mejorar sus vidas. Y como padres somos responsables de garantizar su salud y bienestar.
No esperemos a que sea demasiado tarde y venga el arrepentimiento y la culpa de no haber actuado a tiempo.
Llevé a mi nieta a terapia a escondidas 💔
—Otra vez esa cara, Irina. Parece que te hubieran echado un balde de agua fría encima.
La voz de su madre atravesó la mesa del comedor. Irina no levantó la vista de su plato, donde movía la comida de un lado a otro.
—Es que no pone voluntad, mujer —intervino su padre, sin apartar los ojos del noticiero de la televisión—. A su edad yo ya trabajaba y estudiaba. Ella solo tiene que estudiar y ni eso hace bien. Las notas que nos trajiste son una vergüenza, Irina.
—Irresponsable. Eso es lo que es —sentenció su madre.
Irina se encogió en su silla. Las palabras eran como piedras que se iban acumulando sobre sus hombros, donde ya sentía un peso insoportable. Ella quería, de verdad que quería tener ganas de levantarse, de estudiar, de salir con las pocas amigas que le quedaban. Pero no podía. Su cuerpo se sentía lleno de plomo y su mente era una niebla espesa y gris. Dormir era su único refugio.
Sentada en un rincón del salón, tejiendo en silencio, estaba su abuela Elvira. Ella no decía nada, pero lo veía todo. No veía pereza en su nieta, veía un cansancio que iba más allá del cuerpo. No veía una cara de mal humor, veía una tristeza profunda en sus ojos, que antes brillaban. Veía cómo su sonrisa se había vuelto un fantasma.
Una tarde, mientras sus padres estaban en el trabajo, la abuela se sentó en el borde de la cama de Irina.
—Nena, arréglate un poco. Vamos a dar un paseo y a tomar un helado.
—No tengo ganas, abuela.
—No te he preguntado si tienes ganas —dijo Elvira con una firmeza suave—. Te he dicho que vamos. El aire te hará bien.
Irina obedeció sin fuerzas para discutir. Caminaron en silencio. Pero la abuela no la llevó a la heladería. Se detuvo frente a una puerta de madera con una pequeña placa que decía: "Lic. Sofía – Psicología".
—Abuela, ¿qué es esto? —preguntó Irina, asustada.
—Es un lugar donde la gente viene a hablar de los pesos que no se ven. Vamos, yo entro contigo.
Adentro, la Lic. Sofía les sonrió con amabilidad. La abuela esperó en la salita de al lado. Al principio, Irina apenas habló. Respondía con monosílabos. Pero la doctora fue paciente, su voz era un bálsamo.
—A veces —dijo la doctora—, cuando nos sentimos así, es porque algo o alguien nos ha hecho mucho daño.
Y entonces, el dique se rompió.
Irina lloró. Lloró por primera vez en meses, no un llanto silencioso, sino un sollozo desgarrador que sacudió todo su cuerpo. Y entre lágrimas, contó todo. Contó cómo en el colegio le escondían la mochila, cómo le susurraban "inútil" y "fantasma" por los pasillos, cómo se burlaban de su ropa y de su forma de ser. Contó cómo cada día era una batalla para sobrevivir a la humillación, y cómo al llegar a casa, se encontraba con otra batalla: la de la incomprensión de sus padres.
—Me siento tan sola... —susurró al final, agotada.
Cuando salió de la consulta, su abuela la estaba esperando. No le hizo un interrogatorio. Simplemente la abrazó con una fuerza que le devolvió un poco de calor al cuerpo. Mientras caminaban de vuelta a casa, la abuela le tomó la mano.
—Eso que llevas dentro no es pereza, Irina. Es dolor. Y el dolor no se regaña, se cura.
—Papá y mamá no lo entienden. Creen que soy un problema.
La abuela se detuvo y la miró a los ojos. Sus arrugas hablaban de una vida de sabiduría.
—Tu padre y tu madre te quieren, pero a veces los adultos también nos equivocamos. Miramos, pero no vemos. Ahora yo lo sé, y no estás sola en esto. Yo estoy contigo.
—Gracias, abuela, no quería decirle a nadie pero... hoy me iba a quitar la vida.
Esa noche, cuando sus padres comenzaron de nuevo con los reproches, la abuela Elvira, por primera vez en mucho tiempo, dejó su tejido a un lado y habló con una calma firme que silenció la televisión y toda la habitación.
Irina no escuchó lo que dijo. Solo supo que, por primera vez en meses, pudo respirar hondo. El peso seguía ahí, pero ya no lo cargaba sola. Había encontrado un apoyo en el lugar menos esperado: en las manos arrugadas y el corazón valiente de su abuela, una mujer de otra generación que, sin necesidad de entender de términos modernos, supo reconocer un alma rota y tuvo el coraje de ayudarla a buscar el pegamento para repararla.