28/08/2025
Para existir como hija, a veces hay que tomar distancia de la madre.
Y aunque esto pueda sonar radical, en muchas historias de mujeres es un paso necesario para poder vivir una vida propia.
No sé cómo lo has vivido tú pero no todas las madres pueden ver a sus hijas como personas separadas, con deseos, necesidades y criterios distintos a los suyos.
Muchas, sin mala intención consciente, utilizan a sus hijas para llenar vacíos, cumplir expectativas o reparar lo que en sus propias vidas no fue posible.
Desde una mirada feminista, entendemos que la maternidad está atravesada por siglos de exigencias imposibles: ser abnegadas, ser perfectas, hacerlo todo bien. Muchas mujeres maternan desde la soledad, sin red, sin recursos, sin tiempo ni resuello para preguntarse qué necesitan ellas mismas.
Pero esa historia no justifica que sus hijas no puedan tener la propia.
En muchas familias la hija es convertida en confidente emocional, en sostén, en proyecto personal. Se espera que la hija se parezca, que se comporte, que no “decepcione”. Y si no lo hace, la consecuencia es el silencio, el reproche o el rechazo.
Lo que debería ser motivo de orgullo (esta es mi hija, diferente a mí) se convierte en una amenaza: para su identidad, para sus creencias, para su lugar en el mundo.
Y otras veces, hay algo más doloroso todavía: la traición.
La madre que expone a su hija delante de otros, que se burla de su cuerpo, que revela secretos confiados, que la compara para corregirla. La madre que usa lo que su hija le contó en un momento de vulnerabilidad como arma.
Esto deja marcas profundas. Porque la hija entiende, en lo más hondo, que no es seguro confiar. Que no puede ser ella misma. Que ser vista por quien debería quererla implica ser juzgada o ridiculizada.
Desde una mirada feminista y sistémica, el vínculo madre-hija está profundamente marcado por los mandatos de género y por una historia de silencios, renuncias y deudas entre generaciones. Muchas veces, en ese lazo que se supone "sagrado" lo que hay es una carga: la imposición de un modelo, una exigencia de lealtad, una resistencia feroz a que la hija sea diferente.
Otras hijas han sido usadas como extensión del yo materno.
Se espera que piensen como ella, que elijan lo que ella eligió (o no pudo elegir), que no incomoden con diferencias, que se subsuman.
En el fondo, lo que muchas madres no pueden tolerar es que sus hijas tengan una vida más libre, más plena, más elegida.Y entonces aparecen la crítica, la burla, el control disfrazado de preocupación o incluso la chivoexpiatorización.
En todos estos casos, el conflicto de fondo es el mismo: la madre no logra ver a su hija como una persona separada. Como alguien con límites propios, con subjetividad, con derecho a ser diferente.
Para poder existir como hija, hay que tomar distancia.
Distancia emocional, simbólica o física.
No por odio, no por ingratitud, sino por salud.
Para dejar de repetir.
Para dejar de actuar un papel.
Para empezar a habitar una vida propia.
Este gesto, aunque doloroso, es profundamente amoroso con una misma.
Es el punto de partida para una adultez auténtica.
Y, a veces, también, el inicio de una nueva forma de relación con la madre: más honesta, más libre, más real.
Más verdad.
Porque ser hija no es estar disponible siempre. No es complacer. No es resignarse a no ser vista. No es ser tu madre versión 2.
Ser hija también es permitirse tomar otro rumbo.
Porque nadie debería tener que traicionarse para pertenecer.
Y ningún amor que exige anularse puede sostenerse en el tiempo.
Venimos de ese cuerpo, pero no somos ese cuerpo.
Gracias por todo; tengo la obligación moral de seguir mi camino propio y genuino, mamá.
Ser yo es mi obligación.
Buen día, otro día.
Por si sirve.
Te leo gustosa en comentarios.
María Sabroso.
Fotografía de la artista Carly Frindhabdler.