20/10/2025
Mis pies se hundieron en el cieno simbólico de 1992, en San Cristóbal de las Casas. No era una manifestación; era el ajuste de cuentas que se había pospuesto por cinco siglos. Presencié el derribamiento de la estatua de Diego de Mazariegos, un conquistador de bronce que había permanecido como un símbolo de la afrenta durante demasiado tiempo.
El aire vibraba no con odio, sino con la dignidad acumulada de quinientos años de silencio. En ese 12 de octubre, cuando la historia oficial celebra el "descubrimiento", los herederos de la tierra celebraban el despertar de la memoria. Mis ojos se fijaron en el hombre que se paró sobre el pedestal, aquel que, con la fuerza de una rabia ancestral concentrada en su brazo, derribó al invasor. No era un acto de vandalismo; era un ritual de liberación.
La estatua, que había sido erigida para glorificar la invasión, para cimentar la idea de un heroísmo ajeno, se convirtió en un símbolo de la barbarie y el despojo. Cada eslabón de la cadena que lo haló, cada grito de los zapatistas, no era solo por la caída de Mazariegos, sino por el fin de una mentira histórica. Los indígenas no derribaron al hombre; derribaron el símbolo de la opresión, el recordatorio constante de que el enemigo había triunfado y era homenajeado.
El conquistador de bronce cayó al suelo con un estruendo que no solo resonó en Chiapas, sino en el alma de todo un continente.
Al presenciar la venganza silenciosa de la historia, me pregunto: ¿De qué sirve erigir monumentos al invasor, si el espíritu de los despojados, con la fuerza de una verdad milenaria, puede derribar el bronce con sus propias manos y reclamar el lugar que siempre les ha pertenecido?
Autor Xiu
Fotografía Antonio Turok