12/11/2025
En la sociedad actual se aplaude el cortar las raíces. “Necesitamos ser libres”, dicen algunos oradores y exponentes modernos, como si la libertad consistiera en una amputación. Se ha vuelto casi un dogma espiritual eso de que “dentro de ti están todas las respuestas, no necesitas a nadie más”. Pero esa idea, tan atractiva para el ego moderno, suele esconder una confusión: no es lo mismo liberarse que aislarse. No es lo mismo emanciparse que negar de dónde venimos.
¿Para qué nos quieren con las raíces cortadas?
Un árbol sin raíces no puede nutrirse; puede parecer útil como leña o como madera, pero ya no tiene vida propia. Así nos sucede cuando cortamos los lazos con nuestros orígenes: perdemos la fuente viva que nos sostiene, y en su lugar nos llenamos de conceptos, de autosuficiencias huecas, de espiritualidades que flotan pero no encarnan.
Estamos tan acostumbrados a vivir desde esa desconexión que ya no necesitamos que nadie nos la imponga: nos la infligimos a diario. Nos escondemos de la mirada de nuestros padres, nos hacemos los ocupados para no sentir su ausencia o el dolor de lo que faltó. Decimos “yo ya superé eso”, pero en realidad sólo nos arrancamos del suelo de nuestra historia. Y desde ahí, desde esa raíz herida, juzgamos a quienes nos dieron la vida: “fueron esto o aquello cuando yo era niño”.
Pero cuando nos atrevemos a mirar con compasión, entendemos que nuestros padres fueron también víctimas de su tiempo y de sus propias carencias. Que en cada generación se hereda no sólo la vida, sino también la confusión y el miedo. Y que sanar no significa negar a los padres, sino reconciliarnos con la humanidad que compartimos con ellos.
Como decía Claudio Naranjo, gran parte de nuestra neurosis nace de la ceguera frente a las figuras parentales que llevamos dentro. Mientras sigamos odiando o idealizando a nuestros padres, seguimos presos de ellos en el inconsciente. El verdadero trabajo interior no es deshacerse de las figuras parentales, sino transformarlas dentro de nosotros, para que el padre interior deje de ser juez y se convierta en guía, y la madre interior deje de ser carente o sobreprotectora para transformarse en una fuente de ternura.
La ambición, el deseo de dominar, de tener razón, de escapar del dolor, no nos han llevado a buenos lugares. Nos han hecho creer que el poder está fuera, que la independencia es un fin, cuando la verdadera libertad surge de reconciliar lo que está roto en nosotros.
Por eso, mientras sigamos intentando conquistar el mundo sin reconciliar a nuestra madre y a nuestro padre interiores, seguiremos habitando una sociedad de máscaras: relaciones vacías, vínculos por conveniencia, corazones blindados que temen el contacto.
Necesitamos una contracultura del alma que nos reeduque hacia el amor y la compasión. Una revolución silenciosa que comience dentro de cada uno, cuando nos atrevemos a mirar la herida original sin defendernos. Cuando dejamos que la rabia contenida tenga voz, no para destruir, sino para liberar el espacio donde pueda florecer el amor verdadero.
Porque solo cuando dejamos de negar nuestra historia y permitimos que el dolor se exprese, puede nacer esa ternura madura que no idealiza ni condena, sino que comprende y abraza.
Y en ese abrazo comienza el verdadero camino de la sanación.
Mario.