06/12/2025
Nadie sabía cómo había llegado a ese pueblo escondido entre montañas. Solo que un día apareció caminando con paso lento, cargando dos maletas y un cuaderno viejo bajo el brazo. Se instaló en una casita de adobe abandonada al borde del camino y, al cabo de unas semanas, colgó un cartel pintado a mano:
“Escuela Gratuita. Para quien quiera aprender.”
—¿Aprender qué? —preguntó un niño curioso.
—Lo que la vida aún no te ha enseñado —respondió el anciano, sin levantar la vista del cuaderno.
Se llamaba Don Santos Makonnen, tenía 82 años y una mirada que parecía haberlo visto todo. No pedía dinero, ni papeles, ni horarios. Solo que la gente trajera algo para compartir: una historia, una fruta, un dibujo, una canción.
—Aquí no hay exámenes —decía—. Solo preguntas que valen la pena.
Al principio solo venían niños. Luego, adolescentes. Después, padres. Hasta que un día apareció don Tomé, el más terco del pueblo, a quien nadie había visto leer jamás.
—Mi nieto quiere que le lea cuentos. ¿Cree que todavía puedo aprender?
—Claro —sonrió Don Santos—. La edad solo mide los inviernos, no los comienzos.
Y Tomé aprendió. Y lloró la primera vez que leyó en voz alta sin trabarse.
Cada clase era distinta. A veces hablaban de estrellas, otras de historia, otras de cómo reconocer las emociones sin tener que esconderlas.
Don Santos mezclaba poesía con matemáticas. Filosofía con jardinería. Nunca corregía en voz alta. Siempre usaba frases como: “¿Qué crees tú?”, “¿Quieres intentarlo de otra manera?”, “Eso que acabas de decir… ¿lo has escuchado en tu corazón?”.
Un día, una niña le preguntó si alguna vez había sido profesor.
Él sonrió.
—Toda mi vida fui estudiante. Lo sigo siendo.
Solo mucho después supieron que había sido maestro en distintos países, voluntario en zonas de guerra, alfabetizador en aldeas remotas… y que había dejado todo atrás para vivir en paz sus últimos años.
—¿Y por qué aquí? —le preguntaron.
—Porque cuando uno va apagándose, necesita estar donde aún haya luciérnagas.
Don Santos no usaba teléfono ni reloj. Pero todos sabían a qué hora abriría su puerta: cuando el aroma del té de menta comenzaba a esparcirse por la calle.
Una mañana de invierno no la abrió.
Los vecinos esperaron. Tocaron. Pero no hubo respuesta.
Dentro, lo encontraron en su sillón, dormido para siempre, con su cuaderno sobre el pecho. Una vela encendida. Y una carta:
“Gracias por permitirme enseñar un poco de lo que la vida me enseñó con tanto dolor y belleza. Si alguna vez dudan de su valor, recuerden esto: hasta la hoja más pequeña puede hacer sombra. Y todo ser humano es una escuela andando. No dejen de aprender. No dejen de enseñar.”
Ese mismo día, la plaza del pueblo cambió de nombre.
Ahora se llama Plaza Don Santos – Escuela de Vida.
Y en su antigua casa, los vecinos abrieron una nueva escuela. Gratuita. Libre. Abierta a todos.
Cada 5 de septiembre, en su honor, se celebra el “Día de Aprender Algo Nuevo”.
Porque hay ancianos que se apagan en silencio.
Y hay otros que, al partir, dejan el mundo más despierto.