14/10/2025
—¿Y tú cómo haces para estar tan tranquila, Marta? —preguntó Laura, con los ojos llenos de lágrimas y el café temblando en sus manos.
Estaban sentadas frente a la ventana de la pequeña cafetería de siempre. Afuera llovía con una parsimonia casi burlona, como si el mundo quisiera acompañar el estado de ánimo de Laura.
—No estoy tranquila —respondió Marta, con una sonrisa serena—. Solo decidí no pelear con el agua.
—¿El agua?
—Sí —dijo, mirando hacia su taza—. Imagínate dos vasos con la misma cantidad de agua. En uno, alguien se ahoga. En el otro, alguien flota. No es el agua lo que cambia… es la actitud.
Laura la miró en silencio. Su mundo se venía abajo: el trabajo que amaba lo había perdido, su pareja se había marchado, y la ansiedad era una bestia que le respiraba en la nuca día y noche.
—Pero, ¿cómo flotas cuando todo pesa tanto?
—No negando lo que duele —explicó Marta—. Flotas cuando dejas de resistirte. Cuando aceptas que el agua está ahí, que no puedes vaciar el vaso de golpe, pero sí aprender a respirar dentro de él.
—Yo solo quiero salir de esto —dijo Laura, la voz quebrada.
—Y saldrás. Pero saldrás más rápido cuando dejes de luchar contra cada ola. A veces la paz no viene por cambiar lo que pasa… sino por cambiar cómo lo interpretas.
Laura bajó la mirada. Recordó que hacía unos años, fue ella quien le sostuvo la vida a Marta cuando su padre murió y su hermano se marchó sin despedirse. En ese entonces, Marta no dejó de llorar, pero tampoco se hundió.
—¿Te acuerdas cuando te dije que no aguantabas más? —preguntó Laura.
—Sí. Y tú me dijiste: “No te hundas todavía, aún hay aire”. Esa frase me salvó.
—Y ahora no la recuerdo ni para mí…
Marta tomó su mano.
—La vida es así, Lau. No hay manera de evitar que el agua suba. Pero siempre podemos decidir si la convertimos en océano o en espejo.
—¿Espejo?
—Sí. Uno donde nos veamos con honestidad. Donde no culpemos al mundo por cada cosa, sino que miremos cómo estamos reaccionando. A veces no es lo que pasa, sino cómo nos contamos lo que pasa.
Laura suspiró. Su dolor seguía ahí. Pero algo en la forma en que Marta hablaba le devolvía un poco de aire, como si alguien abriera una ventana en medio del encierro.
—¿Y si me vuelvo a hundir?
—Entonces nadas. Y si no puedes nadar, te dejo mi flotador. Yo también usé el tuyo una vez.
Se quedaron en silencio. Afuera la lluvia había aflojado, y en la calle, la vida seguía. Personas con paraguas, otras corriendo, otras simplemente mojándose.
La vida, pensó Laura, no cambia para que estemos bien. Cambiamos nosotros para poder estar bien, incluso cuando no cambia.
Ese día no se curó su tristeza. Pero aprendió que a veces la calma no viene de afuera, sino del arte de quedarse quieta… y flotar.
Ankor Inclán