06/11/2025
Cuando estamos dentro del dolor, el mundo se encoge. Todo parece detenerse, y cada pensamiento se convierte en una piedra que pesa más de lo que creemos poder sostener. Nos sentimos rotos, confundidos, y a veces, avergonzados por no poder “superarlo” más rápido. Pero juzgarnos por sentir dolor es como culpar a una herida por sangrar: no tiene sentido. El dolor no es una falla, es una señal.
Desde una mirada humanista, el dolor es parte de nuestra experiencia como seres vivos que sienten, aman, pierden y buscan significado. No es enemigo de la vida, sino su recordatorio más honesto. Nos muestra que algo fue importante, que algo dentro de nosotros está pidiendo atención. Cuando lo negamos o lo cubrimos con exigencias, nos negamos también la posibilidad de comprender quiénes somos en lo más profundo.
La primera parte siempre es aceptar que duele.
Y después, con suavidad, nombrar qué duele. No como un acto de resignación, sino de encuentro. Decir “me duele” no nos debilita; nos humaniza. Nos permite poner luz donde antes solo había sombra.
Atravesar el dolor no es una carrera, es un proceso. Hay quienes lo hacen en silencio, y hay quienes necesitan hablarlo, llorarlo, compartirlo. No existe una forma correcta. Sin embargo, hacerlo acompañado suele ser más humano: la mirada de otro puede sostenernos cuando la nuestra no alcanza. Buscar ayuda —terapéutica, afectiva o espiritual— no significa no poder; significa reconocer que no todo debe hacerse solo, que la vida se construye también con abrazos y presencias.
Y cuando comenzamos a aceptar que duele, algo se transforma. No porque desaparezca el dolor, sino porque dejamos de pelear con él. Lo miramos, lo escuchamos, lo dejamos hablar. Y en esa escucha, el dolor empieza a cambiar de forma: se vuelve enseñanza, se vuelve conciencia, se vuelve fuerza.
Soltar no es olvidar.
Soltar es dejar de pelear con aquello que ya no puede quedarse. Es reconocer que no todo lo que amamos tiene que permanecer para que tenga valor. Que la pérdida no borra el amor, solo cambia su lugar.
A veces, el corazón necesita romperse para poder crecer en una dirección distinta.
Y sí, después del dolor hay vida.
No la misma, pero una nueva. Una donde aprendemos a mirarnos con compasión, a respirar sin miedo, a sentir sin huir. Una donde entendemos que la herida no fue el final, sino la puerta.
Y cuando cruzas esa puerta, sin prisa, sin máscara, sin exigencia, descubres algo profundo:
que nunca dejaste de ser tú,
solo estabas aprendiendo a encontrarte entre los restos de lo que dolió.
̃anza