22/11/2025
Luis siempre decía que su negocio era “su hijo”.
Así lo presumía cada vez que podía.
Pero si alguien hubiera visto su día a día, habría entendido que no era un hijo…
era una criatura que lo tenía secuestrado.
Cuando Luis abrió su empresa —una pequeña fábrica de mobiliario— no tenía empleados, socios ni ayuda. Solo ilusión, algo de talento, y una voluntad casi suicida de hacerlo él mismo “para no gastar”.
Todos los días eran iguales:
8:00 a.m. — Vender.
11:00 a.m. — Comprar material.
1:30 p.m. — Tomarse un café frío del día anterior.
2:00 p.m. — Hacer entregas.
5:00 p.m. — Contestar mensajes atrasados.
7:00 p.m. — Perseguir pagos.
10:00 p.m. — Facturar.
11:45 p.m. — Pelear con el portal del SAT.
12:30 a.m. — Barrer la bodega “porque mañana entra un cliente”.
Y aún así decía:
—“Hay que chingarle. Así es emprender”.
A veces se reía; otras veces, cuando nadie lo veía, cerraba los ojos y pensaba:
¿De verdad así será toda la vida?
Pero no lo decía.
Se lo tragaba.
Como todos los dueños en esa primera etapa donde el negocio pide manos… no cabeza.
Una tarde, exhausto, Luis escuchó a un proveedor decirle:
—Oye, ¿por qué haces tú todo eso? Eso no te deja dinero.
La frase le cayó como piedra en el estómago.
Esa noche, mientras revisaba una factura mal hecha por quinta vez, escuchó dentro de sí la regla que muchos dueños aprenden tarde:
“Lo que no me gusta, no domino y no produce… lo tiene que hacer alguien más.”
Así que lo intentó.
Contrató a su primer ayudante.
Temblando. Dudando. Sudando.
Delegó entregas.
Delegó facturas.
Delegó cobranza.
Y algo pasó.
Por primera vez en años, Luis sintió paz en el pecho.
El negocio empezó a crecer.
Los números dejaron de ser una pelea diaria.
Y él comenzó a dormir más de cinco horas por noche.
Contaba su historia con orgullo en las comidas familiares.
“Yo sí delegué”, decía.
No sabía lo que venía.
Un año después, su empresa tenía ya doce personas.
Ventas récord.
Clientes nuevos.
Proyectos más grandes.
Pero también…
Quejas.
Confusiones.
Egos.
Conflictos entre áreas.
La producción reclamaba a ventas.
Ventas reclamaba a producción.
Y todos reclamaban a Luis.
Un día, una de sus encargadas le dijo:
—Luis, la gente necesita dirección.
Y él pensó:
¿Dirección? Yo solo quiero que hagan su trabajo.
Esa tarde entendió algo brutal:
Los problemas del negocio ya no eran técnicos.
Eran humanos.
Gente inmadura.
Gente que hacía solo lo mínimo.
Gente que obedecía, pero no pensaba.
Gente que esperaba instrucciones como si fueran niños.
Luis ya no perseguía pagos.
Ahora perseguía compromiso.
Y eso lo desesperaba más.
Los días empezaron a repetirse:
—“Luis, ¿puedo hacer esto?”
—“Luis, ¿qué hago con este cliente?”
—“Luis, ¿cuál es la prioridad?”
—“Luis, el equipo está incómodo…”
—“Luis, necesitamos que tú lo digas.”
Era como tener cien manos extra… pero ninguna cabeza.
Y ahí apareció otra vez la triada que él pensó que ya había superado:
1. No le gustaba estar detrás de la gente.
No quería corregir adultos.
2. No dominaba el liderazgo.
Nadie lo enseñó a dirigir personas.
3. Y no producía dinero inmediato.
Hablar con su equipo no aumentaba ventas.
Solo aumentaba su gastritis.
Como muchos dueños, se dijo:
—“Esto no me gusta. No soy bueno en esto. Y no produce.”
Exactamente las mismas frases que dijo antes de delegar la primera vez.
La historia se repetía, solo que en un nivel más alto.
Una mañana, un amigo —otro empresario— le dijo una frase que le perforó el alma:
—“Luis, tu negocio ya creció… pero tú no.”
Se quedó mudo.
Y por primera vez en años, aceptó una verdad que había evitado:
La nueva evolución no era de tareas.
Era personal.
La primera vez delegó actividades.
Ahora debía delegar responsabilidad.
La primera vez soltó manos.
Ahora tenía que construir cabezas.
La primera vez contrató gente que ayudara.
Ahora debía formar gente que pensara.
Y sí, dolía mucho más.
Luis tomó cursos.
Leyó.
Buscó guía.
Tuvo conversaciones incómodas.
Puso límites.
Corrigió.
Contrató mejor.
Creó procesos.
Dejó de rescatar adultos.
Y enfrentó lo que más le aterraba:
Sacar a la gente que no quería crecer.
La empresa cambió.
No por los nuevos productos.
No por nuevas estrategias.
No por nuevos clientes.
Cambió porque él cambió.
Porque entendió lo que tantos dueños tardan en aceptar:
El problema no era su negocio.
El problema era él.
Y esa frase, lejos de ser ofensiva, fue su llave de libertad.
La historia de Luis no es ficción.
Es la vida real de miles de dueños atrapados entre lo técnico y lo humano.
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sino para que cambies tú.
Porque cuando tú cambias, el negocio cambia solo.