02/08/2025
Cuando llegamos a este mundo, lo hacemos con el corazón abierto, con la inocencia intacta y con un alma deseosa de amar y ser amada. Pero a veces, en ese camino de aprendizaje, recibimos menos de lo que necesitábamos: menos abrazo, menos escucha, menos mirada amorosa. Y aunque quizás nadie lo hizo con mala intención, nuestro niño interior lo interpretó como abandono, rechazo, humillación, traición o injusticia.
Y así, el alma se fractura en silencio.
No con gritos, sino con vacíos.
No con heridas visibles, sino con emociones que se esconden en el rincón más profundo de nuestro ser.
Entonces crecemos.
Y ese niño herido se disfraza para sobrevivir:
— con control para evitar volver a ser traicionado,
— con perfección para no ser rechazado,
— con complacencia para no sentirse humillado,
— con dependencia para no ser abandonado,
— con rigidez para no sentirse injustamente tratado.
Pero lo que fue una estrategia de protección, se vuelve una prisión.
Porque esa herida no sanada comienza a dirigir nuestras elecciones, nuestras relaciones, nuestras palabras y silencios