14/09/2025
Cerré los ojos y le pedí un favor al viento: llévate todo lo que no sea necesario. Esa petición —simple y desesperada a la vez— revela más que deseo de alivio: es un acto de rendición y de valentía. Porque aceptar que hay peso que sobra implica antes reconocer que lo llevamos; implica admitir el cansancio, la herida y la carga que ya no podemos ni queremos sostener.
El equipaje pesado no siempre viene en maletas: son palabras no dichas, promesas rotas, recuerdos que duelen más que enseñan, rencores que ocupan espacio en las entrañas. Son expectativas ajenas que nos empujaron por caminos que no elegimos, son nostalgias que se convierten en piedras cada vez que intentamos correr. Pesar tanto impide avanzar; nos ancla en estaciones que ya no nos pertenecen.
Pedirle al viento que se lleve eso es pedir limpieza. Es confiar en algo fuera de uno para que arrastre lo inservible, porque a veces la fuerza propia no alcanza: las manos están cansadas, las piernas flaquean, la mente repite patrones que no sabe cómo soltar. El viento, imparcial y paciente, hace su trabajo sin juzgar: toma lo suelto, lo dispersa, lo devuelve al mundo en forma de polvo y de historia.
Decidir llevar sólo lo que cabe en el bolsillo y en el corazón es elegir lo esencial. El bolsillo guarda lo práctico —unas monedas, un mapa, quizás un billete de tren—, lo que permite transitar. El corazón guarda lo invisible: los afectos honrados, las lecciones ganadas con sangre, la ternura que no se negocia. No es pobreza: es sabiduría. Es seleccionar lo que alimenta, lo que acompaña, lo que permite respirar.
Hay melancolía en el acto, porque soltar siempre contiene pérdida: despedirse de lo aprendido, de las versiones pasadas de uno mismo, de aquellos objetos —materiales o emocionales— que alguna vez sirvieron de sostén. Pero esa melancolía no es amargura sin salida: tiene un brillo tenue, la promesa de movimiento, la posibilidad de pasos más ligeros y sinceros.
Aligerar la mochila es abrir espacio para encontrarse. Es permitir que el aire entre en las costuras viejas y revele nuevas rutas. Es entender que avanzar no consiste en acumular más, sino en llevar menos y mejor. Y en ese viaje reducido a lo esencial, cada cosa que cabe en el bolsillo y en el corazón tiene nombre y razón: la verdad, la dignidad, los abrazos que curan, la música que consuela, la determinación de no traicionarse.
Que el viento haga su trabajo, entonces. Que se lleve lo que nos ata sin piedad, y nos deje la desnudez necesaria para volver a empezar. Porque hay una libertad tremenda en caminar liviano: los pasos son más seguros, la mirada más clara, el latido más tranquilo. Y al final del camino —o al inicio de otro— se descubre que lo que verdaderamente importa siempre estuvo en las manos pequeñas del presente: lo que cabe en el bolsillo y en el corazón.
(Compartido de la web)