Luis E.Faura-Clavell M. D.

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09/12/2025
09/12/2025
09/12/2025
09/12/2025

"La guitarra está muy bien, John, pero nunca te ganarás la vida con ella". Años más tarde, la mujer que pronunció esas palabras se sentó sola frente a una ventana, esperando un teléfono que ya no sonaría.

Su nombre era Mary Elizabeth Smith. El mundo la conocía como Tía Mimi.
Y ella fue quien crio a John Lennon.
​En 1981, pocos meses después de que John fuera asesinado, Mimi concedió una entrevista desde su bungalow en la costa de Inglaterra. Tenía 75 años. Su voz era firme, esa firmeza británica de antaño, pero sus ojos la traicionaban.
​Para entender el dolor de Mimi, hay que entender el inicio.

Mimi crio a John desde los cinco años en "Mendips", una casa estricta y ordenada en Liverpool. Ella era la disciplina; John era el caos hecho persona. Mientras ella intentaba que él fuera un ciudadano respetable, él dibujaba criaturas extrañas y soñaba despierto.

Pero a pesar de su severidad, ella fue su ancla. Cuando John alcanzó la fama mundial con The Beatles, nunca olvidó a Mimi. La llamaba constantemente. Desde hoteles de lujo en Nueva York, desde estudios en Londres, desde el otro lado del mundo.

"Tía Mimi, nunca adivinarás lo que pasó hoy...", le decía emocionado.
​En 1965, John le compró una casa frente al mar para alejarla del acoso de la prensa. Allí vivió ella, defendiéndolo siempre ante los medios: "¡Él no es un revolucionario, si hubiera una revolución, John sería el primero en salir corriendo!", decía para protegerlo, recordando al niño asustadizo que había criado.

El 8 de diciembre de 1980, el mundo perdió a una leyenda. Pero Mimi perdió a su "chico". En aquella entrevista de 1981, cuando el periodista le preguntó por el legado musical de Lennon, Mimi respondió con una simplicidad devastadora, ignorando la fama y los millones:
"Él era mi chico. Iba a venir a casa".

Mimi vivió diez años más, hasta 1991. Los lugareños cuentan que a veces la veían sentada junto a la ventana, mirando al mar.

John Lennon cambió el mundo. Desafió convenciones y definió a una generación.
Pero para Mimi, él nunca fue el Beatle. Solo era John. El niño que tocaba la guitarra demasiado fuerte en su cocina.
​Ella se equivocó sobre la guitarra. Pero tenía razón en todo lo demás: al final, la fama se llevó a su chico, y una bala le impidió volver a casa.

Esta publicación es una narrativa basada en hechos históricos reales y documentados. Los diálogos citados corresponden a registros biográficos y entrevistas públicas de los protagonistas.

09/12/2025

Un curso de Carlinhos Brown

09/12/2025

Dormía bajo un puente. Tenía solo siete años.
Descalzo, hambriento, invisible… como tantos otros niños que Londres había aprendido a no ver.

Era 1866. La ciudad crecía con fuerza industrial, pero en el East End —el barrio más pobre— la riqueza se transformaba en ceniza. El aire estaba cargado de humo, el pavimento húmedo, y en las calles vagaban pequeños cuerpos exhaustos, obligados a sobrevivir sin guía, sin protección, sin infancia.

En medio de esa realidad, un joven estudiante de medicina llamado Thomas John Barnardo, recién llegado de Irlanda, visitaba hospitales y misiones benéficas. Su intención inicial era prepararse para ser misionero en China. Pero una noche, mientras recorría las calles con un voluntario local, conoció a un niño llamado Jim Jarvis.

Jim tenía el cabello enmarañado, los pies desnudos y la mirada hundida de quienes han conocido la dureza mucho antes que la ternura. Mientras caminaban juntos, Jim le mostró a Thomas algo que los periódicos rara vez mencionaban: decenas de niños durmiendo en callejones, en porches abandonados, incluso en desagües.
Niños que trabajaban para no morirse de hambre.
Niños que desaparecían sin que nadie preguntara por ellos.

Pocos días después, Jim murió solo, como tantos otros menores callejeros de la época. Para Barnardo, aquella pérdida no fue solo una tragedia aislada: fue un llamado irrefutable.

“Mi misión no está al otro lado del mundo”, concluyó.
“Está justo aquí, delante de mí.”

En 1870, abrió su primer hogar de acogida en el East End. Era pequeño, improvisado, sin grandes recursos. Sin embargo, colocó en la entrada un letrero que cambiaría para siempre la historia de la ayuda social en el Reino Unido:

“No destitute child will ever be refused admission.”
Ningún niño necesitado será jamás rechazado.

Era una promesa audaz en un tiempo donde muchas instituciones solo aceptaban a quien podía pagar o cumplir con estrictas condiciones morales. Barnardo, en cambio, creía que la dignidad no debía solicitar permiso.

Y cumplió su palabra, incluso cuando las camas no alcanzaban, incluso cuando los donantes le pedían limitar el número de ingresos.
Una noche, un inspector advirtió que la casa “estaba demasiado llena”. Barnardo respondió ampliando el edificio y colocando otro letrero aún más contundente:

“He is not refused — he is welcome.”
No solo no será rechazado… será bienvenido.

Durante las décadas siguientes, Barnardo fundó decenas de hogares: para niñas, para bebés abandonados, para adolescentes sin trabajo, para jóvenes que necesitaban aprender oficios. También organizó programas de acogida familiar y, como otras organizaciones de su tiempo, participó en los envíos de menores a Canadá, donde algunos encontraron nuevas oportunidades; otras experiencias fueron más difíciles y hoy se analizan con mirada crítica, como corresponde a una comprensión más completa de la historia.

Aun así, para miles de niños que carecían de todo, sus hogares significaron seguridad, acceso a educación, acompañamiento emocional y, por primera vez, la sensación de que su vida podía tener un rumbo.

Los testimonios de la época describen a Barnardo como un hombre incansable, a veces obstinado, siempre movido por la convicción de que un niño en peligro no debía esperar.
“Para ellos, él era una figura paterna,” escribió una asistente. “No prometía milagros; ofrecía cuidado y trabajo diario.”

Cuando murió en 1905, su organización había apoyado a más de 60.000 menores, además de establecer modelos de protección que influirían en futuras políticas sociales británicas.

Hoy, Barnardo’s, la entidad que lleva su nombre, continúa proporcionando apoyo a niños y jóvenes vulnerables en el Reino Unido, adaptándose a los desafíos modernos con el mismo principio fundacional: dignidad, protección y acompañamiento.

Y todo comenzó con una conversación en una calle húmeda, con un niño al que nadie miraba y con un hombre que decidió verlo.

El legado de Thomas Barnardo no se mide únicamente en cifras.
Permanece en las vidas que pudieron reconstruirse, en la oportunidad que miles de menores recibieron cuando todo parecía perdido, y en la idea —tan simple como revolucionaria— de que ningún niño debería enfrentar el mundo solo.

09/12/2025

El fuego griego fue un arma legendaria que jugó un papel crucial en la defensa del Imperio Bizantino durante la Edad Media. Su invención se atribuye a Calínicos, un cristiano sirio que podría haber aprendido la fórmula de los alquimistas en Alejandría en el siglo VII. Esta arma incendiaria fue fundamental para la supervivencia del Imperio Bizantino durante los asedios árabes y las batallas navales en el Mediterráneo.

El fuego griego se utilizó con gran efecto en varias ocasiones, como durante el segundo asedio árabe de Constantinopla en 717-718, y posteriormente para reafirmar el dominio naval bizantino sobre los árabes. También se utilizó para repeler las incursiones de las flotas vikingas de la Rus, que intentaron conquistar Constantinopla en varias ocasiones.

A pesar de su importancia, la fórmula original del fuego griego se perdió con el tiempo, probablemente debido a la desintegración de la armada bizantina en el siglo XIII. La pérdida de esta arma secreta contribuyó al debilitamiento del Imperio Bizantino y su eventual caída en manos de los cruzados en 1204.

La leyenda del fuego griego ha perdurado a lo largo de los siglos, y su misterio y eficacia en el campo de batalla han fascinado a historiadores y entusiastas de la historia militar. Aunque la fórmula original se perdió, el impacto del fuego griego en la historia de la guerra naval y la defensa del Imperio Bizantino sigue siendo un tema de estudio y fascinación.

08/12/2025
08/12/2025

En 1991, durante el rodaje de The Fisher King, Robin Williams se cruzó con un hombre que parecía salido de las grietas del asfalto neoyorquino: Craig Castaldo, conocido como Radioman, un sintecho que cargaba una radio al hombro como insignia de identidad. Williams lo llamó “uno de los mejores actores de Nueva York”, bromeando que debían ser “gemelos siameses” por sus barbas desaliñadas y su humor rápido.

Lo que comenzó como un encuentro fortuito se transformó en amistad. Robin no lo trató como un extraño, sino como parte del equipo: “Williams se aseguró de que Radioman fuera tratado como parte de la tripulación, no como una molestia de fondo.” Gracias a él, Radioman consiguió su primer cameo en The Fisher King. Ese gesto fue más que una oportunidad: fue un puente hacia una nueva vida.

Radioman dejó atrás las noches sin techo y reconstruyó su camino. Hoy acumula más de 300 apariciones en películas y series, saludado con familiaridad por Johnny Depp, Matt Damon, Meryl Streep, George Clooney o Tom Hanks. Como él mismo recordó en el documental *Radioman* (2012):
> “Solía estar sin techo, pero ya no. Lo primero que hago al despertarme es coger la bici y preguntarme: ‘¿A qué rodaje me acerco hoy?’”

La industria, que al principio lo veía como un intruso, terminó reconociéndolo como parte de su paisaje humano. Tom Hanks lo definió con cariño:
> “Este hombre es una institución cultural.”

Robin Williams, uno de sus mejores amigos en el medio, llegó a decir:
> “Creo que tiene un currículum más largo que el mío en términos de películas rodadas en Nueva York.”

Radioman se convirtió en un símbolo de resiliencia y pertenencia. Su aspecto desaliñado lo llevó a interpretar a menudo personajes sin hogar, pero detrás de cada cameo había una historia de dignidad recuperada. Martin Scorsese, por ejemplo, lo convenció de afeitarse para *Shutter Island* (2010), muestra de la confianza que los grandes directores depositaron en él.

No todos compartieron la misma devoción —James Gandolfini o Ricky Gervais se mostraron incómodos con sus grabaciones caseras—, pero la mayoría de las estrellas lo reconocieron como un igual. Meryl Streep, George Clooney, Sting y Williams hablaron de él con afecto, testimoniando cómo su sola presencia aportaba humanidad a un rodaje.

Radioman, veterano de Vietnam y superviviente del alcoholismo, encontró en el cine un refugio y en Robin Williams el primer gesto que le abrió las puertas. Como dijo un hombre que trabajó gracias a las cláusulas solidarias de Williams:
> “Me trató como si siempre hubiera pertenecido allí. Bromeaba conmigo cada día como si fuera un viejo amigo.”

Ese mismo espíritu de reconocimiento y ternura es el que hoy envuelve la figura de Radioman. Dejó de ser un espectador invisible para convertirse en protagonista de la ciudad de Nueva York, tratado de tú a tú por quienes alguna vez fueron inalcanzables.

Robin Williams usó su fama para tender puentes. Radioman los cruzó y nunca volvió a mirar atrás. Entre ambos quedó grabada una lección: la grandeza no está en la pantalla, sino en la capacidad de reconocer la humanidad del otro.

Y es que, aunque sus sueños apuntan a papeles de mayor peso, el verdadero encanto de Radio Man le ha convertido en el protagonista de la ciudad de Nueva York. Para los más atentos, un juego cinéfilo: ¿En cuántas películas eres capaces de identificarlo?

08/12/2025
08/12/2025

En 1975, Elvis Presley se encontraba en un concesionario de automóviles en Memphis para comprar un nuevo Cadillac. Era algo habitual para él. Le gustaban los autos y podía permitírselos sin dificultad.

Mientras revisaba los modelos, notó a una mujer mayor caminando lentamente entre los vehículos. Los observaba con atención, pero su expresión no era de entusiasmo, sino de resignación. Elvis se acercó y le preguntó qué estaba mirando.

Ella respondió con honestidad: solo estaba soñando despierta. Le gustaban esos autos, pero nunca podría comprar uno.

Elvis no dio un discurso ni hizo un espectáculo. Tomó una decisión simple.

Compró el Cadillac para ella.

Pagó el vehículo de su propio bolsillo y se aseguró personalmente de que toda la documentación quedara en regla. La mujer, incrédula, no pudo contener las lágrimas. Para ella no era solo un auto, era una dignidad inesperada en un lugar donde solo había ido a mirar.

El gesto no fue publicitado por Elvis. Se conoció después por quienes lo acompañaban. Su amigo y guardaespaldas Jerry Schilling lo recordó así:

“Elvis no solo era un artista extraordinario. Le gustaba ver la felicidad en los ojos de las personas a las que ayudaba. Eso era lo que realmente disfrutaba”.

Este episodio no explica su música ni su fama, pero sí algo de la persona detrás del escenario. Elvis había crecido con poco y nunca olvidó lo que se sentía desear algo sabiendo que no estaba al alcance.

A veces, los ídolos se miden por discos vendidos.
Otras veces, por los silencios que rompen con un acto de generosidad.

Dirección

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