13/12/2025
Ser trabajador social clínico no es solo ejercer una profesión; es asumir una responsabilidad profunda con la vida emocional de otros(as)(es). Es entender que cada persona que llega a nosotros no trae únicamente una conducta, un diagnóstico o un referido, sino una historia compleja, cargada de silencios, heridas, esfuerzos y resistencias invisibles.
En mi transición y afirmación como trabajador social, ahora escolar, esta conciencia se ha profundizado. En el escenario educativo, uno aprende rápidamente que detrás de cada conducta hay un relato que rara vez se expresa con palabras; hay familias marcadas por el dolor, infancias interrumpidas, carencias emocionales, duelos no resueltos, trastonos no tratados, diagnósticos no realizados y una búsqueda constante de pertenencia. Por eso, no observo únicamente lo conductual; observo al ser humano que intenta sobrevivir, adaptarse y encontrar sentido dentro de un sistema que muchas veces no fue diseñado para comprenderlo.
Mi mirada profesional no nace solo de la teoría o la técnica, sino también de la vida. Provengo de una familia disfuncional, con una madre sobreviviente de violencia doméstica y un padre atravesado por el alcoholismo. Crecer en ese entorno implicó aprender demasiado temprano sobre el miedo, la incertidumbre y la fragilidad de los vínculos. A esto se sumó el desafío de ser un niño y hoy un adulto neurodivergente, intentando constantemente encajar en espacios que no siempre están preparados para comprender la diferencia, la sensibilidad o la forma particular de procesar el mundo.
Durante gran parte de mi vida busqué un lugar donde sentir que pertenecía, donde mi existencia tuviera propósito y sentido. Hoy comprendo que esa búsqueda es también la de muchas de las personas que acompaño. Y aunque la ética profesional nos llama a no hacer de nuestra historia el centro de la intervención, es imposible negar que ella se entrelaza con nuestro quehacer. No como protagonismo, sino como sensibilidad; no como proyección, sino como empatía genuina.
Mi trabajo es, en muchos sentidos, hacer con otros lo que en algún momento necesité que hicieran conmigo; mirar más allá de la conducta, escuchar sin juicio, validar el dolor sin minimizarlo y ofrecer un espacio donde la persona pueda sentirse vista, comprendida y digna. Esa es la responsabilidad que cargo cada día, ser profesional, sí, pero también humano; técnico, pero profundamente consciente de que sanar y acompañar comienza por reconocer al otro como una persona sintiente y muchas veces retar la normativa limitante de las instituciones.
Ser trabajador social, clínico y escolar, es, para mí, un acto de coherencia entre lo vivido y lo que hoy elijo ofrecer al mundo...