04/11/2025
Enojarme, ¿para qué?
“Está mal enojarse”, “el que se enoja, pierde”, “solo las personas malas se enojan”.
Seguro escuchaste alguna de estas frases más de una vez. Y aunque suenen bienintencionadas, terminan enseñándonos a desconectarnos de algo esencial: el enojo.
En este post no quiero hablar de quienes explotan o gritan, sino de quienes hacen exactamente lo contrario: las personas que se callan, que se tragan el enojo por miedo a incomodar, a quedar mal o a generar conflicto.
Hay quienes aprendieron —a fuerza de experiencias— que mostrar enojo está mal. Que decir “no” o expresar molestia es sinónimo de ser egoísta o mala persona. Entonces, eligen el silencio. Evitan discutir, esquivan el conflicto, buscan que todo “esté bien”.
Y claro, evitar a veces puede aliviar. Salir corriendo del conflicto puede sentirse como un respiro. Pero cuando esa estrategia se vuelve una costumbre, el precio empieza a ser demasiado alto: relaciones de pareja donde uno se calla lo que le molesta, trabajos en los que se acumula bronca por no poder decirle al jefe que está abusando de nuestro tiempo, amistades que se enfrían porque nunca se dijo lo que había que decir a tiempo.
Para entender mejor de qué hablo, te cuento el caso de María.
Era una chica joven, criada con la idea de que debía ser siempre “una buena persona”, amar al prójimo y ayudar a los demás. Pero detrás de esa amabilidad, María sufría ansiedad, ataques de pánico y problemas estomacales.
En terapia, me contó que le costaba muchísimo decir “no”. Cada vez que lo hacía, se sentía mala, culpable. Así que empezó a borrarlo de su vocabulario.
Eso la llevó a aceptar cosas impensadas: cuidar hijos de otras personas sin recibir nada a cambio, hacer tareas universitarias para otros gratis, prestar dinero que no tenía, resolver los problemas ajenos mientras los suyos quedaban en segundo plano.
En poco tiempo, en el pueblo donde vivía, todos sabían que podían contar con su ayuda. Y, como suele pasar, algunos se aprovecharon. El resultado fue un cuadro de estrés crónico y ansiedad elevada.
Cuando uno vive para los demás y se olvida de sí mismo, el cuerpo y la mente pasan factura.
Lo que parece inofensivo —ser “buena persona”— puede convertirse en un problema psicológico si no sabemos poner límites.
El problema no es el enojo. El problema es no saber qué hacer con él.
Vivimos en una cultura que premia el individualismo, no el altruismo. Sería ideal vivir en un mundo donde todos se cuidaran mutuamente, pero no es el caso. Por eso, más que eliminar el enojo, necesitamos aprender a usarlo.
El enojo, bien expresado, no destruye: protege. Nos recuerda qué es importante, nos ayuda a poner límites y a cuidar nuestra salud psicológica.