10/22/2025
Creo que casi todas las personas que hemos pasado por un diagnóstico de cáncer podemos coincidir en algo:
uno de los momentos más duros no es el tratamiento, ni siquiera escuchar las palabras “tienes cáncer”.
Lo más duro es el espacio de incertidumbre que se abre justo después.
Ese tiempo suspendido entre el diagnóstico y la claridad.
¿qué tan grave es?,
¿hay tratamiento?,
¿cuánto tiempo durará?,
¿cuáles son tus probabilidades de sobrevivir?
Es un vacío donde cada segundo pesa como una eternidad porque todavía no puedes hacer nada.
Solo esperar.
Y la espera, cuando se trata de tu salud y de tu vida, puede sentirse como una tortura.
Pero justo ahí —en ese espacio donde la vida se detiene— es donde empieza otra clase de batalla: la de cómo decides habitar la incertidumbre.
Porque no puedes elegir el diagnóstico, pero sí puedes elegir cómo te acompañas mientras esperas.
En mi caso, elegí escribir.
Elegí rodearme de personas que me sostuvieran con presencia, de amigas que no intentaran arreglar nada,
solo estar, abrazar, escuchar.
Elegí salir a caminar, sentir el sol en la piel, respirar aire fresco, recordar que, a pesar de todo, sigo viva.
Elegí llorar cuando lo necesitaba, sin juzgarme, sin apurarme, sin intentar “ser fuerte”.
Elegí mover mi cuerpo, no por disciplina, sino por amor, para recordarle que sigue siendo mío, que sigue mereciendo cuidado.
Elegí pequeños rituales: una taza de té caliente, un baño largo, una respiración consciente antes de dormir.
Pequeñas anclas en medio del caos.
Y con el tiempo entendí algo: que la espera no es solo un vacío, sino un espejo.
Porque al final, lo que haces en esa espera —cómo te tratas, cómo te hablas, cómo te abrazas—
es lo que realmente te define.
Ahí está la verdadera fortaleza: no en controlar lo que no puedes, sino en sostenerte con amor mientras la vida se revela paso a paso.